Nada más que decir, el capitalismo no es sino el argumento que confirma la existencia del Neoliberalismo, la que predispone las condiciones de nuestra existencia. La que adecua las voluntades y las conductas para actuar “correctamente” dentro del tejido social. Es el sinónimo de nuestra conversión de seres humanos a simples unidades económicas productivas y/o consumidoras, significa ello, la explotación de nuestra fuerza, la mercantilización de la vida, la razón de las opresiones en beneficio del estado y sus instituciones “democráticas”, el lavado ideológico de nuestros cerebros que son torturados por la razón del nuevo ideario político, dónde es válida la lucha siempre que se ejecuten dentro de sus leyes y formalidades.
El sistema democrático nos ha ido convenciendo de su efectividad para hacer desaparecer a las clases sociales en un clima de equidad e igualdad de oportunidades, por todo eso, creemos que al fin tenemos la oportunidad de decidir por una alternativa capaz de oponerse al capitalismo imperante, como si el objetivo real de los “poderes de izquierda” fuése la destrucción del capital, sin percibir que son la dictadura invisible que le dan cuota popular a los tratados económicos, políticos y sociales, es decir, a la dominación en todas sus esferas.
Pero antes de acomodarnos como espectadores de nuestra realidad, dediquémonos a profundizar nuestra crisis del pensamiento para comprender nuestra real situación como humanos dentro de la crisis económica y ecológica por la que atravesamos. Copenhaggen es un gran ejemplo de cómo no podemos contener nuestro punto crítico sino que desvariamos en las promesas de un puñado de gente que vive del petróleo, de la industria y de la necesidad de aquellos que aguantamos el terrorismo laboral. Desconocedores de que el capitalismo utiliza su crisis para reorganizarse, recobrar fuerzas y seguir en pie, es que de pronto, abrazamos los ideales progresistas, mercantilistas y estatistas que surgen de esas promesas. De allí que no luchamos por subvertir la totalidad de esas condiciones de existencia sino que nos arrodillamos para recibir más y más reformas moderadas y “radicales”.
Contemplemos el gran limbo gubernamental a la que los medios privados y públicos, partidos políticos, ongs y sindicatos nos tienen atados. Contemplemos el afán contrarevolucionario de poner límite a la exigencia humana y popular de obtener la libertad, contemplemos su propaganda cotidiana que no hace sino bombardear nuestros sentidos para hacer prevalecer sus ideas mediante el garrote policial o sus venenosas “flores” de ciudadanía, democracia, progreso, patria y socialismo. Como si la libertad auténtica y no la que desplegan las escuelas, las religiones y las instituciones burocráticas, fuése producto del quehacer político que busca fortificar su militancia, de las estrechadas de manos de hacendados que buscan solo el beneficio de sus parcelas o de sindicales que sólo buscan sus estrechos intereses de gremio.
En este mundo en donde habita la infamia, en el mundo donde los gobiernos se reparten territorios para un mejor y mas sofisticado dominio global, en este mundo que parece cárcel, en donde las fronteras son sus rejas; ¡sí!, en este mismo mundo se maquilla la esclavitud asalariada, el negociado capitalista y el despotismo estatal. Como si la revolución consistiese de la sangre y el sudor de muchos para el discurso “revolucionario” de pocos, de los que lideran la revolución,de los “iluminados”, de aquellos que no buscan la destrucción del poder sino la “toma del poder”. Para aquellos que les resulta válida la dominación del hombre por el hombre, quiero decirles, ¡No Pasarán!.
¿TOMAR, LLEGAR O DESTRUIR EL PODER?
0 comentarios Publicado por Humanarkia - Contrainformación en 18:37"la revolución no se puede entender como una respuesta, sino sólo como una pregunta"
John Holloway
Durante muchos años, y sobre todo en los círculos dirigentes de esta sociedad, se habla sobre la toma del poder, sobre como conquistar este poder, y de esta manera usarlo correctamente. Donde no existan las injusticias, donde la igualdad no solo sea un cliché, donde el centralismo parece ser la respuesta para los problemas de las clases populares. Evidentemente y luego de las experiencias que se han dado a lo largo de la historia el comunismo y el socialismo no cumplieron con las metas propuestas, es más las nuevas cúpulas dirigentes de esta nueva forma de Estado no funcionaban de una manera muy diferente a lo que era en los países capitalistas.
Claramente en los Estados capitalistas, las cosas no funcionan de una manera silenciosa, pero mortal, ya que como bien sabemos esta democracia liberal, no tiene mucho de llamarse democracia, donde el poder del pueblo se ve relegado a un voto, todas nuestras opiniones, nuestros aportes, nuestra forma de ver el mundo se ve reducida a un pedazo de papel, donde tenemos que decidir, como si fuera poco, por un candidato previamente escogido por la elite burguesa.
Pareciera que la alternativa de no estar con el poder, el de escoger una camino distinto a esta dicotomía de gobierno parece descabellado, pero claramente es una opción, según como veo las cosas, más acertada y verdadera en el sentido de que la manera de crear nuevas formas de organización social, de atacar problemas como la falta de libertad, la desigualdad, y muchos otros dilemas que son tan comunes de ver en las sociedades contemporáneas no se resuelven a través de la mano del Estado, o de la institucionalidad del capitalismo, ya que este tipo de organización son ajenas a lo que realmente pasa en nuestras vidas, son instituciones que perpetúan la desigualdad social y es más la promueven como bandera de lucha. Es decir, el cambio real no va por el control de los medios de producción, o por el control del aparataje estatal, tampoco con la creación de un nuevo poder, por que como bien sabemos, este es la génesis de autoridades, de no permitir el desarrollo real de cada individuo, de no permitir el libre actuar de un colectivo, vale decir, engendra lo que es contrario a nuestra visión de las cosas.
La lucha debe ser por una deserción del poder, debe ser por la abolición de este mismo, sin este se abren nuevas posibilidades que por medio de organización popular deben ser resueltas, es decir, donde participemos realmente. Si queremos un nuevo poder que nos dicte lo que debemos y no debemos hacer estamos siendo ingenuos, la revolución social se basa en una búsqueda de nuevas organizaciones, de nuevas maneras de ver el mundo, de un nuevo mundo, donde las desigualdades, de cualquier tipo no pueden ser incluidas, donde tengamos las mismas oportunidades, lo que es contrario al poder, donde tengamos la posibilidad de poder desarrollarnos todos los que conformemos parte de una comunidad, lo que es contrario al poder, es decir, el cambio es por la destrucción del poder como tal, como garante de las desigualdades y la falta de libertad. La guerra social en la que vivimos nos impone, una clase, un poder, una institución, pero la alternativa a estas formas de control de las que disponemos abre una gama de luchas, pero siempre con el mismo fin, la revolución social.
Como dijo por allí Severino di Giovanni antes de ser fusilado por el poder "¡ ¡¡ Evviva l\'Anarchia !!!"
Los anarquistas afrontaron por un siglo entero el repudio y la persecución por parte de todos los Estados por igual, irritados por los rasgos excéntricos y extremos de éste pensamiento del “afuera” y tan refractario a los símbolos de su tiempo. Originados en una horma anómala, los anarquistas aprestaron y difundieron propuestas que no estaban contempladas en el pacto fundador del ideario republicano moderno y que darían contorno a la imaginación antagonista del dominio del hombre por el hombre. No sorprende que una “leyenda negra” haya acompañado la historia del movimiento libertario: utopía, nihilismo, asociales, quimera política, fogoneros de asonadas violentas, maximalistas intratables. Las recusaciones no han sido escasas pero, aunque diversas y proferidas con buena o mala fe, no dejan de ser triviales, pues la cualidad “absoluta” o “purista” de las demandas anarquistas no las transformó necesariamente en el cerrojo de una petición imposible sino en el tónico de un pensamiento exigente que nunca ha favorecido fáciles transacciones políticas o éticas. De allí también que el anarquismo jamás se beneficiara de la indiferencia pública.
La “democracia” es considerada por muchos el régimen que ha logrado conceder al habitante el mayor grado de hospitalidad política posible. Con más razón causará asombro al lector de la historia de las ideas que en un tiempo casi olvidado haya podido promoverse una sociedad sin jerarquías e instaurado instituciones y modos de vida regidas por costumbres y valores libertarios, cuyo rango abarcó el anarcosindicalismo y el individualismo anárquico, el grupo de afinidad y la práctica del amor libre, la enseñanza del antiautoritarismo en las escuelas “racionalistas” y la difusión de una mística de la libertad hasta los confines geográficos más inhóspitos del planeta. Los anarquistas conformaron una corriente migratoria “hormiga”, en cuyo corazón y tripa se albergaba la proyección de un atlas inédito en cuestiones económicas, políticas y culturales. Quien releve los actos históricos del anarquismo, en los que se grabaron a fuego una moral exigente y tenaz, actitudes disidentes e imaginativas, humor paródico de índole anticlerical e innovaciones en el ámbito pedagógico, se encontrará con una reserva de saber refractario, fruto de un maceramiento que hoy está olvidado o es desconocido por la cultura de izquierda. De hecho, la supervivencia del anarquismo es, por un lado, casi milagrosa, dada la magnitud de hostilidad que debió sobrellevar y las derrotas que hubo de encajar; por otro lado su perseverancia es comprensible, pues no ha surgido hasta el momento antídoto teórico y existencial contra la sociedad de la dominación de mejor calidad. Aun cuando el alarmista se apresure en tacharla por fantasiosa, o incluso por peligrosa.
El anarquismo se propagó al modo de las antiguas herejías, como una urgencia espiritual que impulsó al ideal de emancipación madurado durante la Revolución Francesa a correrse más allá de los límites simbólicos y materiales por los libertarios se encarnaron energías políticas que esparcieron el reclamo de una sociedad antípoda, aun cuando los padres fundadores de “la Idea” no hayan ofrecido con EL tornos excesivamente planificados del futuro. Sirva esto para tranquilizar a quienes gustan de hacer enroques entre las palabras “socialismo” y “totalitarismo”.
Tres doctrinas, liberalismo, marxismo y anarquismo, constituyeron los vértices del tenso triángulo de las filosofías políticas emancipatorias modernas. El siglo XX se nutrió de sus consignas, esperanzas y sistemas teóricos tanto como los puso a prueba y los extenuó. De acuerdo con troqueles distintos, tanto Stuart Mill como Marx y Bakunin estaban atravesados por la pasión por excelencia del siglo XIX: la libertad. Hay, entre las tres ideas, canales subterráneos que las vinculan con el mismo lecho ilustrado del río moderno. Pero también abismos separan a las ideas libertarias de las marxistas, comenzando por el énfasis puesto por los anarquistas en la correlación moral entre medios y fines, siguiendo por su escepticismo en cuanto a los privilegios que se arrogaron para sí el “partido de vanguardia” y el Estado en los procesos revolucionarios, y culminando en la firme confianza depositada por los anarquistas en la autonomía individual y en los criterios personales.
Por haber demandado libertades irrestrictas el anarquismo pudo realizar una autopsia política de la modernidad que caló sus instituciones hasta el hueso, exponiendo impotencias y defectos de nacimiento. Esa autopsia le estuvo vedada al marxismo, obsesionado con la “toma del poder”, y al reformismo, que una y otra vez trastabilló con paradojas a las que no pudo destrabar y sobre las que se arroja incombustiblemente hasta nuestros días. Si suele decirse que Marx develó el secreto de la explotación económica, fue Bakunin quien “descubrió” el secreto de la dominación: el poder jerárquico como constante histórica y garantía de toda forma de iniquidad.
A lo largo del siglo XX, ha circulado en el espacio público la cuestión de la “dignidad” económica y ha podido “tematizarse” la opresión de “género”: ya han adquirido alguna suerte de carta de ciudadanía en tanto problemas teóricos, políticos, gremiales, académicos o periodísticos. Pero la jerarquía continúa siendo un tabú. La camaradería humana exenta de jerarquía podrá parecer un argumento de novela bucólica o de ciencia-ficción, pero es en verdad un tabú político. Ese tabú es combatido, sin embargo, no sólo en ciertos momentos históricos emblemáticos sino también por medio de prácticas cotidianas que suelen pasar desapercibidas a los filósofos políticos únicamente obsesionados con las condiciones de gubernamentalidad de un territorio, por la legitimidad de la forma-estado o de las instituciones representativas, o por la fiscalización de sus actos. La posibilidad de abolir el poder jerárquico es lo impensable, lo inimaginable de la política; imposibilidad garantizada por las tecnologías de la subjetividad que regulan los actos humanos, que fomentan el deseo de sumisión, y que muy tempranamente se enraízan en el aparato psíquico.
Para Hobbes o Maquiavelo no puede existir unidad entre el pueblo y su gobierno si no hay sumisión -voluntaria o involuntaria, legítima o ilegítima, y no hay sumisión sin terror, en alguna dosis. Fundar una política sobre la camaradería comunitaria y no sobre el miedo fue la respuesta anarquista, y para ello era preciso anular o debilitar las instituciones autorreproductoras de la jerarquía a fin de permitir que la metamorfosis social no sea orientada por el Estado. Esta pretensión no podía sino ser considerada como una anomalía riesgosa por los bienpensantes y como un peligro por la policía.
Pero el hecho de poder elegir en comicios a un “amo bueno” (del “padrecito zar” al “demócrata bienintencionado” la imaginería heroica de los entusiastas de la representación política no ha cambiado sustancialmente) no mejora a un sistema de dominación así como la fiscalización de los actos de gobierno es una tarea defensiva que, por otra parte, suele reforzar el imaginario jerárquico. El problema de la “legitimidad” de un gobierno, tan importante para los filósofos políticos liberales es, para un pensamiento contrainstitucional como el anarquista, un problema mal planteado. Bakunin sostenía en el siglo XIX que los parlamentos democráticos eran “sociedades declamatorias”. Y hablaba de hombres que se tomaban en serio
al “arte del buen gobierno” y al “bien común” y no de las mafias políticas de la actualidad, encadenadas a alianzas de poder de las que son inextirpables. La preocupación por la institucionalización de formas democráticas y por la legitimidad de los gobiernos electos menosprecia la sustancia de la razón de Estado, plagada de decisionismo tecnocrático, burocracias partidarias que dedican casi todas sus energías a autorreproducir sus condiciones de perdurabilidad, y por asesores y operadores gubernamentales.
La energía oscura de las sediciones populares nunca ha gozado de estima entre los que suponen que el funcionamiento automático de las sociedades es precondición y clave de seguridad a la hora de permitir la discusión pública de las libertades. Pero las necesidades del perseguido son distintas a las del perseguidor.
Contra lo que muchos suponen, el pensamiento anarquista es muy complejo y no es sencillo articularlo en un decálogo, pues nunca dispuso de un dogma sellado en un libro sagrado, y eso concedió libertad teórica y táctica a sus adherentes. Tampoco el anarquismo se preocupó de construir una teoría sistemática sobre la sociedad. Quizá la propia diversidad de las ideas y prácticas anarquistas favoreció su supervivencia: cuando alguna de sus variantes decaía o se demostraba ineficaz, otra la sustituía. Del anarcoindividualismo al sindicalismo revolucionario, de las experiencias comunitarias a la difusión de ideas en grupos pequeños, o bien las experiencias autogestionarias de la revolución española, los anarquistas se han sostenido sobre una u otra faceta de su historia. Por lo demás, los anarquistas saben que su ideal constituye una ardua aspiración porque sus exigencias los colocan en un “afuera” de los discursos políticos socialmente aceptados, tanto como sus prácticas son incompatibles con el dominio en cualquiera de sus formas. Pero si las ideas anarquistas aún pertenecen al dominio de la actualidad es porque sostienen y transmiten saberes impensables, o al menos inaceptables, por otras tradiciones teóricas que se pretenden emancipatorias. En el resguardo de ese saber antípoda reside su dignidad y su futuro.
Malatesta
TEORIA DEL APEGO de "John Bolwby"
0 comentarios Publicado por Humanarkia - Contrainformación en 12:21Seguro que cuando J. Bolwby formuló su teoría del apego, no pensaba que ésta iba a tener tanta trascendencia. Su modelo ha sido fundamental para entender "cómo las relaciones que se establecen entre el bebé y su madre o padre" son un elemento clave para investigar el desarrollo social a lo largo del ciclo vital; porque cuando lass relaciones en mención se caracterizan por la sensibilidad, el afecto y la disponibilidad, el niño crea un modelo de éstas mismas, caracterizado por la seguridad y confianza en sí mismo y en los demás; es ahí, donde el ser humano construirá sus relaciones sociales posteriores. Así, hay una importante evidencia empírica que indica que cuando el modelo de apego construido en la infancia es seguro, las relaciones con los amigos, primero, y con la pareja, más adelante, estarán marcadas por la seguridad y la confianza. En cambio, en aquellos casos en los que las relaciones tempranas con el cuidador/a llevó a la inseguridad en el modelo de apego, por su rechazo o indisponibilidad, éstas relaciones posteriores serán emocionalmente frías o estarán caracterizadas por la ansiedad y los celos.
Pero parece que la cosa no se queda ahí, ya que algunos estudios recientes han apuntado la posibilidad de que ese modelo de apego forjado en la temprana infancia también puede generalizarse a las relaciones con Dios. Tal vez el lector agnóstico se esté preguntando cómo es posible que se traslade ese modelo a una relación con algo que sólo existe en la mente del sujeto creyente. Pues de eso se trata, de que es una figura ficticia que existe para la persona religiosa y que posee algunas de las características de las figuras de apego: proporciona seguridad, busca la proximidad con ella, experimenta ansiedad cuando no la siente cercana, es decir, es como si fuera una madre o un padre atento y protector. De hecho la tradición judeocristiana ha caracterizado a Dios como una figura materna, o más bien paterna, cariñosa y protectora, aunque también puede llegar a mostrarse severa.
Algunos autores, como Kikpatrick, encontraron que la relación con Dios podía servir como una especie de compensación para unas relaciones afectivas pobres. Es decir, aquellos sujetos que habían construido un modelo de apego inseguro, y que por ello tendrían dificultades para establecer relaciones íntimas de tipo seguro, se refugiarían en la relación con Dios, en una especie de compensación de esa carencia. Sin embargo, un estudio más reciente (Beck y McDonald, 2004) cuestionó esa hipótesis de la compensación, ya que halló que había una cierta continuidad entre el tipo de apego hacia la pareja y el apego hacia Dios.
Ambos tipos de apego fueron evaluados mediante sendos cuestionarios que incluían dos dimensiones: ansiedad y evitación en estas relaciones. Es decir, los resultados indicaron que aquellos sujetos adultos que mostraban más ansiedad y preocupación en sus relaciones románticas también tendían a mostrarse ansiosos en sus relaciones con Dios. En el caso de la evitación, la relación lo fue tan clara. Supongo que no hará falta aclarar que el estudio se llevó a cabo con sujetos adultos creyentes (cristianos para ser más precisos), ya que no cabe pensar que una persona no creyente establezca una relación de apego con una figura sobrenatural en la que no cree.
La evidencia sobre este asunto aún es limitada, y el estudio mencionado deja abierta muchas interrogantes, pero puede servir para entender cómo las relaciones que establecen los creyentes con su Dios imaginario pueden ser una fuente de apoyo, seguridad e incluso salud. Aunque eso en el caso de que el modelo de apego sea seguro, ya que si la inseguridad domina esta relación sobrenatural, es muy probable que no se trate de una relación saludable, y no aporte nada positivo al esforzado creyente, sino sea más bien una fuente adicional de frustración.
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